Históricamente, en la generalidad de ordenamientos jurídicos y, particularmente, en los europeos, siempre se ha considerado a los animales como bienes, como cosas semovientes, que pueden trasladarse de un lugar a otro por sí mismos. En este sentido, parece innegable que las cosas no pueden ser titulares de derechos y, por lo tanto, bajo esta configuración de cosas sería muy difícil sostener jurídicamente que los animales pudieran tener derechos.
Sin embargo, desde mediados del siglo XVIII, en el marco de las teorías utilitaristas de Jeremy Bentham, los pensadores europeos empezaron a discutir sobre el sufrimiento animal; teorías que posteriormente (1975) desarrolló Peter Singer, hasta llegar a las bases del movimiento animalista establecidas por Tom Reagan (1983).
Con estos antecedentes, en los últimos años hemos venido asistiendo a un proceso de de-cosificación de los animales bajo el paradigma de la sintiencia, influenciado por el término “sentient beings”, empleado por el art. 13 del Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea (TFUE). Esta expresión que caracteriza a los animales como “seres vivos dotados de sensibilidad” es la que se ha introducido en nuestro ordenamiento desde el pasado 5 de enero de 2022, con la entrada en vigor de Ley 17/2021, de 15 de diciembre, de modificación del Código Civil, la Ley Hipotecaria y la Ley de Enjuiciamiento Civil, sobre el régimen jurídico de los animales; y la que también se usa, por ejemplo, en los Códigos Civiles de Francia, Alemania, Suiza, Austria, Portugal, Colombia y Nueva Zelanda.
El reconocimiento de la sintiencia o, si se prefiere, de la consciencia de los animales se postuló como un hito histórico en la Declaración de Cambridge de 7 de julio de 2012, donde un prestigioso grupo internacional de los ámbitos de la neurociencia cognitiva, la neurofarmacología, la neurofisiología y la neurociencia computacional declaró que no era posible ya seguir manteniendo que los animales sólo experimentan sensaciones físicas y corporales, dado que poseen un nivel de consciencia que les permite procesarlas y reconocerlas, y presentar cualidades afectivas y experienciales individuales y compartidas. En consecuencia, podemos decir que lo biológico, en el campo del Derecho Animal, se ha convertido en un soporte o anclaje de lo jurídico; la evidencia científica no está aislada del Derecho.
Todo ello nos lleva a reflexionar sobre la necesidad de avanzar en la regulación protectora de los derechos de los animales, para, como se deduce de la Declaración de Toulon de 29 de marzo de 2019, “salir de la esquizofrenia jurídica” que supone mantener el tratamiento de los animales como objetos, proponiéndose concederles el estatus jurídico de “personas (físicas) no humanas”, como ocurrió con los casos de Sandra (orangutana) y Cecilia (chimpancé), en Argentina, que dieron lugar a sendas sentencias que las reconocieron como sujetos de derecho en ese país; o de Estrellita (mona chorongo), en Ecuador, donde se reconoció aplicable el habeas corpus a los animales.
Pierre Foy Valencia, afirma (y comparto) que “el derecho es inevitablemente antropocéntrico y antropogénico, esa es una limitación, es una categoría creada por los humanos. Sin embargo, esto no impide que se conciban formas de protección legal, inclusive reconocimientos de derechos”, como las fórmulas jurídicas y ficciones creadas para obtener el reconocimiento de derechos, por ejemplo, de los ríos en Colombia y en Nueva Zelanda. O experiencias más cercanas y recientes como la cristalizada a través de la Ley 19/2022, de 30 de septiembre, para el reconocimiento de personalidad jurídica a la laguna del Mar Menor y su cuenca.
De manera que, más allá del debate teórico sobre si sujeto de derecho y persona jurídica son sinónimos (como defendía Kelsen), o si el concepto de sujeto de derecho constituye una expresión de mayor amplitud que no se limita únicamente con el ser humano, lo ciertos es que si una laguna, como es la de nuestro Mar Menor, ha conseguido la declaración expresa de su personalidad jurídica y el reconocimiento de sujeto de derechos, según dice el Preámbulo de esta Ley para “dar un salto cualitativo y adoptar un nuevo modelo jurídico-político, en línea con la vanguardia jurídica internacional y el movimiento global de reconocimiento de los derechos de la naturaleza”, ¿qué nos impide avanzar en esta evolución para conceder idéntico estatus a seres vivos que sabemos dotados de consciencia?
No se trata de que el animal adquiera la condición ontológica de ser humano o de que adopte cualidades humanas, sino de que adquiera un estatus jurídico diferente al de cosa, que ya no le pertenece (pues nunca lo ha sido).
Hace 45 años, en 1978, que se presentó el primer texto de la Declaración Universal de los derechos del animal, promovida por la Liga Internacional de los Derechos de los Animales; y aunque la misma aún no ha sido aprobada por la UNESCO, esta circunstancia no le resta validez ni importancia, ya que muchos de los derechos recogidos en su texto forman parte de las legislaciones de diversos países, como la nuestra.
Además, la regulación protectora de los animales no es extraña a nuestro ordenamiento, ni tan novedosa como pudiera parecer, pudiendo citarse la llamada Ley Grammont (1850), que protegía a los animales domésticos de los abusos que se ejercieran contra ellos en espacios públicos; la Real Orden de 29 de julio de 1883, que ordenaba a los maestros inculcar a los niños sentimientos de benevolencia y protección de los animales; la Real Orden Circular de 26 de diciembre de 1925, que establecía la utilidad pública de las asociaciones protectoras de animales y plantas; el Real Decreto de 11 de abril de 1928, por el que se aprueba el Reglamento de los patronatos para la protección de animales y plantas, o la Real Orden Circular en 1929 que establecía sanciones por malos tratos a animales o plantas.
Sin embargo, sí encontramos una importante ausencia en nuestra Constitución de 1978, que no menciona en ninguno de sus preceptos la protección o el bienestar animal. Y ello, en mi opinión, se debe a que, hasta fechas recientes, los derechos de los animales no politizaban. El foco común en los debates en sede judicial, legislativa y convencional en materia de Derecho Animal siempre ha girado en torno a argumentos ético-animalistas y ambientalistas, antes que en los de carácter político. Es decir, nunca se habla de los animales como miembros de nuestras comunidades –o de las suyas soberanas–. Paradójicamente, si se reconociera a los animales como sujetos de derechos, se estaría reconociendo, a su vez, su cualidad de miembros de la comunidad política y, por ende, su titularidad de, al menos, los tres derechos fundamentales más básicos: a la vida, a la integridad física y psíquica y a la libertad.
Esto significa que seguimos enfrentando los mismos detractores al reconocimiento de los derechos de los animales apelando a los habituales argumentos de la superposición de especies y de la relevancia moral, o a la protección ambiental. Pero, ¿acaso las objeciones a que los animales puedan ser considerados sujetos de derechos porque están imposibilitados para ejercitar judicialmente sus pretensiones o porque no pueden ser sujetos de deberes, no pueden ser fácilmente rebatidas aplicando los fundamentos de las mismas instituciones jurídicas que hemos creado para los humanos carentes de capacidad jurídica o las entidades a las que se les ha otorgado una personalidad ficticia? ¿Acaso las normas sociales y legales que se imponen a los animales domesticados para convivir en sociedad, la aportación que hacen, en su detrimento, de sus cuerpos, fuerza de trabajo y compañía, no tienen el carácter de obligaciones para ellos? ¿Acaso no ha dejado de ser razonable que, a la vista de la evidencia científica, se trate de seguir manteniendo que los animales carecen de intereses propios: en mantenerse con vida, alimentarse, huir del sufrimiento…, en definitiva, en desarrollar su propia naturaleza? ¿Acaso la vida natural no posee un interés intrínseco que la hace valiosa por sí misma y legitima su defensa? Y, ¿acaso todas estas cuestiones planteadas (suplir la falta de capacidad de quien carece de ella, para que pueda ejercitar y desarrollar los intereses que le son propios y que, a su vez, constituyen los del conjunto de la humanidad) no generan, cuanto menos, un deber moral, jurídico y político a cargo de los seres humanos, susceptible de ser traducido, sensu contrario, en un catálogo de derechos reconocible para los animales?
Por cuanto antecede, debe trascenderse el debate puramente teórico y moral acerca de la cuestión animalista, para emprender estudios rigurosos alejados del marco antropocentrista sobre las circunstancias vitales, necesidades y, en resumen, derechos de los animales que tomen en consideración los diferentes tipos de relaciones que se establecen entre estos y nuestras instituciones y prácticas políticas en términos de comunidad, territorio y soberanía.
Por Covadonga Fernández Dos Santos, abogada y miembro de la Comisión de Derecho Animal del Colegio de Abogados de Oviedo.